sábado, febrero 10, 2007

En el fondo de una taza de café no se encuentran las respuestas: o de cómo el arte NO SE CREA en un sorbo ni en una fumada.

Me gusta el café. No soy un catador ni mucho menos un experto en todas las clases de granos pero me gusta degustarlo; beber un sorbo de café caliente y después escuchar una buena historia, leer un libro que me haga “tripear” o simplemente que me acompañe mientras veo pasar a la gente. Capuchinos, frappé, mokaccino, americano, con canela, con leche, me fascina el café. Me he enamorado en un café sólo una vez en la vida.
Así también amo el introspectivo y muy seductor arte del sonido que desemboca en la música y las artes en general. Desde que era niño sentí una atracción especial hacia los instrumentos musicales, las canciones, escuchaba los discos que mis padres ponían en casa. La primera vez que vi a un músico de verdad –era un violinista que tocaba solo en el bosque de Chapultepec- tenía cuatro años y sentí una especie de metamorfosis en mi. Pasaron los años y tuve el primer contacto hacia un mundo tan vasto como lo es la música. En el ambiente se esparcía el aroma a café.
Cuando era un adolescente de 14 años creía que la palabra “intelectual” daba un toque de clase y distinción, que servía para describir a una persona culta y activa dentro de un determinado círculo. ¡Vaya! Creía que un intelectual era una especie de “semidios”.
De manera que, luego de estar en un concierto de la entonces Orquesta Filarmónica de Quintana Roo, vi a un grupito de músicos, el director, pintores, escritores y demás fauna artística local, todos reunidos alrededor de una mesa en la que, además de los respectivos canapés no faltaron las tazas de café… y mucho tabaco.
Entonces –joven inexperto como lo era a los 17 años- deseaba tanto ser parte de un selecto grupo de creadores y artistas “intelectuales” y reunirme a tomar café y hablar “de arte” por horas y horas. Conocía a algunos miembros de esa “selecta élite” que por entonces me tenían en el concepto de un chico interesado en la música y que de ahí no pasaría. Sabía que tenía cosas por compartir y deseaba conocer muchas otras más, qué mejor que conocer y aprender de la gente dedicada al arte de tiempo completo. Hay una característica en ese sector del mundo artístico: fingen escuchar pero en realidad no lo hacen. Mi voz era largo compás de silencio para ellos.
Por aquellos días pertenecía a una banda de rock –la primera en mi vida- y las perspectivas de vida eran nulas: no quería ir a la escuela, deseaba tocar mi guitarra todo el día y escribir mis canciones. La vida como ‘roquero’ y adolescente con tendencias ‘darketas’ significó una búsqueda constante del sentido de la vida y de la muerte, consumía horas en lecturas de obras simbolistas como “Una temporada en el infierno” de Arthur Rimbaud, escuchar a Morrison y a The Smiths y The Cure.
Leí muy poco a García Márquez en esos días pero la guía de mi maestra de literatura fue decisiva en mi vida: comencé a utilizar metáforas en mis poemas y mis canciones.
Después de ir y venir, subir y bajar y conocer otros rumbos, comencé a darme cuenta de lo que en realidad es un “intelectual”.
Para empezar un “intelectual” no es un “artista” y el artista vive para crear e interpretar el arte. Si es así, ¿Cuándo se pierde lo artista y se convierte en intelectual? Me parece que esa metamorfosis se da a partir de cierta edad o cierto estado de ánimo (podría ser acaso una soledad persistente en el esqueleto o la falta de archivos a la egoteca).
Me considero artista porque dentro de mi área he creado obras que, si no han sido interpretadas en todo el país ni en todos los foros importantes, he llevado la música más allá de donde la encontré y aún falta mucho más. Ya he manifestado que no necesito escribir una canción acerca de “la luna sobre el mar de Chetumal” ni melcochas insufribles como “Suéñame Quintana Roo” para trascender en lo mío.
Las charlas de café son deliciosas siempre y cuando conserven su razón de ser: una charla de café con amigos, camaradas y familiares. En mis días como estudiante de música tomé muchos cafés en Coyoacán con mis cuates de la Escuela Nacional de Música. Eran charlas que se nos iban en hablar de las muchachas que paseaban por la Plaza Hidalgo, de películas, de discos, de conciertos, de programas de televisión, de conciertos y tocadas, recuerdos, anécdotas… un cóctel de temas que se endulzaban y se degustaban al calor de un vaso térmico lleno de café y un “tabaquito”. Rara vez hablábamos de querer arreglar el mundo si uníamos fuerzas como gremio artístico, mi generación no era de la ideología hippie de “hagamos el amor y no la guerra”; hablábamos de las clases. Sí nos aventábamos algunos minutos disertando sobre teorías y piezas musicales pero nunca nos olvidamos del verdadero objetivo: crear e interpretar nuestro arte.
Todos somos artistas si no olvidamos ese detalle: crea e interpreta tu música, lleva el arte más allá de donde lo encontraste, compártelo, hazlo tuyo, transmite el mensaje y mantente fiel a tus ideas pero siempre busca la evolución, experimenta, la vanguardia te puede ayudar a percibir el mundo que te rodea. Y es cierto, un artista no se puede quedar atrás, hay que evolucionar a la par que el resto de la sociedad, más no debemos dejarnos llevar por aquello que altere nuestra condición humana.
El mundo no va a mejorar acumulando tazas de café, la música no surge a partir de los sobres de azúcar ni los trazos sobre el lienzo son producto de las formas que la crema dibuja en la superficie del café hirviendo ni del efímero humo del cigarro.
Creo en el arte como una expresión y como un poder para llevar un mensaje a las masas, educar al pueblo en las humanidades, crear consciencia; el arte propicia cambios, recrea pero al mismo tiempo provoca ideas que a la postre el receptor asimilará como el mensaje del artista. No existe un discurso único que todos deban interpretar de la misma forma ni se debe obligar a nadie a percibirlo así: entonces el artista se convierte en un fascista.
Un gran amigo y artista dice que “el arte es permanencia y la grilla es olvido, más que en el arte de vanguardia, pienso en la vanguardia como un concepto revolucionario”. Muchas juntas “de café”, más que ser reuniones para crear espacios de expresión, obras de arte o simple convivencia, se convierten en “chorchas” de tintes políticos para luchar contra una entidad burocrática.
Más que adoptar una apariencia, pavonearse en cafés o plazas y pretender ser un artista consumado e intachable (y hasta intocable e infalible), hay que demostrar la calidad, la preparación y el virtuosismo. De una buena vez y si se quiere recuperar la credibilidad y dignificar el papel del artista en la sociedad, olvídense de beber grandes cantidades de café y fumar cajetillas enteras de cigarros, adiós a los autoelogios: hagan su trabajo.
Es cierto, me gusta el café, amo la música, no hay nada más placentero que crear una nueva pieza musical. Para todo hay un tiempo y para todo hay un lugar. No nos convirtamos en lo que criticamos: una burocracia de la cultura y el arte.

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