jueves, junio 26, 2008

La obertura nocturna


Luego de muchos espacios en blanco que mi mente se ha encargado de crear y haciendo a un lado las actividades dentro de la “socialité”, me siento a escribir una entrega más del Abismo Sónico. Y lo hago con la gran satisfacción que me produce escuchar música, presenciar el acto efímero de interpretación única que convierte las vibraciones de una cuerda en señales auditivas. Uno de los acontecimientos culturales más importantes en lo que va del año –y no se trata de un bailable- sin duda fue la visita la Orquesta Sinfónica de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Habrá quien diga que exagero pero, siendo esta la ciudad donde “nunca pasa nada” y lo más emocionante que pasa es una redada a los antros, la presentación de una orquesta es un evento muy importante y ahora vamos a ver por qué.

Para empezar, la asistencia del público fue positiva. Asistió tanta gente –alrededor de unas 2 mil quinientas personas- entre jóvenes, familias, empresarios, políticos y turistas extranjeros, que tira por la borda aquella leyenda urbana de que en Chetumal “sólo se toca lo que a la perrada le gusta” (esto sin connotaciones peyorativas, así se expresa la mayoría de la gente chetumaleña). No podemos dejar de lado a los villamelones y escenosos de la cultura, pero lo que aquí importa es el poder de convocatoria que la música sinfónica tuvo durante el fin de semana del 21 y 22 de junio.
La primera presentación en Chetumal, las del 21 de junio, efectuada en el anfiteatro Minerva, del Centro Cultural para las Bellas Artes, tuvo un repertorio que fue el más adecuado para el público local: la Obertura de Orfeo en los infiernos, de Jacques Offenbach, la Obertura 1812 de Tchaicovsky, el Huapango de José Pablo Moncayo, además de algunos danzones de Agustín Lara y el arreglo sinfónico de Leyenda de Chetumal (afortunadamente no fue “Suéñame Quintana Roo”). Si bien para un público acostumbrado a los conciertos semanales de cualquier orquesta el repertorio puede ser muy sencillo, es el más idóneo para que la gente se acerque a la música sinfónica (que no, clásica pues hablamos de un estilo musical, no de un período de la historia de la música).

Disfruté el concierto, salvo por la pésima sonorización que los técnicos de la Secretaría de Cultura realizaron, evidenciando su falta de cultura musical y correcta preparación (cuando la orquesta interpretaba pasajes musicales que debían ser suaves, pianísimo, los excelentes técnicos subían el nivel de ganancia de los micrófonos, provocando la retroalimentación en la señal de salida).
El público asistente aplaudió, sonrió, vibró con los pasajes musicales de las obras y hasta se paró a bailar los danzones de Agustín Lara. Vaya pues, cada quien vibró como mejor sintió la música, de eso se trata. Sin embargo, el anfiteatro no es el lugar ideal para conciertos de este tipo. A los instrumentos de la orquesta sinfónica, orquesta de cámara o camerata se les disfruta en la intimidad de una sala de conciertos, no para restringir el acceso del pueblo sino para percibir el calor de los instrumentos de viento o de cuerdas en su forma más pura, sin más amplificación que la del escenario.
Lo que se vivió y escuchó el sábado 21 de junio puede ser el primero de muchos conciertos regulares de este tipo de música, algo más delicado y excelso que el vulgar reguetón consumido durante fiestas y comilonas intrascendentes. Acostumbrados a como nos querían mantener, a dieta de música rondallezca mal asimilada como el nivel más excelso de la música, la presentación de la orquesta sinfónica permite que jóvenes y niños tengan acceso al mundo con el sonido de tiempos pasados. La música educa, por mucho, mueve las fibras y los afectos, ¿Quién no imaginó el estallido de los cañones en la cadencia final de la Obertura 1812?
Y así nos pueden traer el mundo y sus sonidos de ultramar, las obras de los grandes maestros nacionales como Revueltas, Carlos Chávez, Blas Galindo o Arturo Márquez; el sonido del pasado en la obra de Bach, Dowland, la genialidad de Mozart y hasta los colores de los “Cuadros de una exposición”. El centro cultural tuvo vida, brilló y su voz materializada en aplausos fue el momento más brillante en la noche de ese sábado.
¿La cultura y el arte están muertos en Chetumal? Más bien, están relegados a las esquinas de cualquier casa, se le amordazó para complacer a unos cuantos y se le obliga a permanecer inmóvil con el pretexto de la falta de recursos. A la Secretaría de Cultura deben inocularle una dosis de neuronas para no olvidar darle continuidad a las actividades. Va bien, muestra un interés por reactivar a esta ciudad cansada de shows de botargas y cantantes de karaoke, pero no hay que dormirse en los laureles. Hay mucho por hacer en todas las disciplinas. Personalmente espero otro concierto semejante. El pueblo de Chetumal se quedó con un grato sabor de boca, ¿para qué darle más pan con lo mismo?
Espero que los acordes y melodías escuchadas el sábado sean parte de una obertura anunciando tiempos mejores para el arte y la cultura de Chetumal.

lunes, junio 16, 2008

En el Día del Padre, lo único que recuerdo es…


El mejor recuerdo que conservo de mi padre es aquel que él olvidó por el resto de su vida, un episodio que no se repetiría nunca más a pesar del paso del tiempo y de la llegada de mis hermanos. Más bien, creo que una parte de mi vida tuvo más diversión y buenos momentos justo antes de llegar a estas tierras.
1979, el año en que las cosas comenzaban a sucederse con toda claridad para mi percepción. Niño feliz y confiado en que el mañana era incierto pero emocionante, entraba al jardín de niños sin el llanto infantil que eso supone: a decir verdad, me intrigaba el hecho de conocer niños diferentes a los que frecuentaba en la zona donde vivía con mis padres, en el Distrito Federal.
Hijo de padres jóvenes el tiempo libre se nos iba en jugar, salir a pasear o ir al cine, que era mi actividad favorita. Con mi papá solía caminar por un parque cercano a la casa donde vivíamos en la ciudad de México, todas las tardes; él empujaba el carro miniatura que me habían regalado el Día de Reyes, “el bola de fuego”. Tal carrito era la neta para mí pues además de que era ligero tenía una cajuelita donde guardaba mis golosinas, juguetes diversos y hasta las varitas de árbol caídas en el suelo del parque. A mi mamá le desesperaba que llevara esas varitas a la casa, aunque nunca dejé de llevarlas.
Entre semana era un paseo obligado, a las 5 o 6 de la tarde, con la condición de que hiciera la tarea del kinder (desde chiquito nos acondicionan para cumplir con las responsabilidades). Eran paseos tranquilos pues no había muchos niños en el parque, así que, cuando nos acompañaba mi mamá nos sentábamos a ver a los que jugaban fútbol en la cancha del parque. Golosina obligatoria: los raspados de grosella, cacahuates con limón y chile y las jícamas.
En las tardes de lluvia nos quedábamos en casa. Mi papá se sentaba en el suelo a jugar conmigo. Armábamos circos que sólo mi mente de niño percibía como enormes, llenos de color y magia. Disfrutaba jugar con mi papá en esas tardes porque a veces nos aventábamos horas enteras hasta que yo ya tenía mucho sueño.
Acompañaba a mi papá a todas partes. Mejor dicho, me llevaba, y qué bueno que lo hizo… sólo hasta esa época. A veces lo acompañaba a hacer ejercicio; mientras él corrí por el parque, yo jugaba con mi pelota. En otra ocasión lo acompañaba al gimnasio y a la oficina donde trabajaba, en la zona conocida como Paseo de la Reforma, que aunque jamás me han gustado las oficinas (las evito en lo posible), fui muy feliz dibujando y construyendo aviones de papel mientras mi padre trabajaba: era feliz porque sabía que al salir de la oficina me llevaría al zoológico o a la feria de Chapultepec.
Más de dos veces, mi papá solía comprar paletas de agua y, aunque le entraba con fe a las paletas, en la noche yo ya tenía 40 grados de temperatura. Volviendo a Chapultepec, mi padre y yo solíamos sentarnos donde hubiesen mimos callejeros, algún grupo musical o simplemente lo observaba hojeando libros que en la portada tenia a un tipo greñudo, con una estrella roja que lo rodeaba. Tiempo después supe que mi papá hojeaba libros “revolucionarios” y el greñudo se llama Ernesto “Ché” Guevara. Esos momentos son los que más han influido en mí: sentarnos a ver espectáculos callejeros, el gusto por los libros y los discos, salir a caminar y observar gente. No sé si mi papá observaba a la gente, no supe jamás qué pensaba o sentía al escuchar a los músicos callejeros. En realidad, no se nada de mi padre y creo que él no sabe nada de mí.
Lentamente, ese papá con el que compartí muchos momentos y viajes interestelares a bordo del “bola de fuego”, fue absorbido por el sistema (de alguna manera él tenía que mantener a su familia) y lo enviaron a un lugar lejos, con mar y prácticamente desconocido: Chetumal.
Aquí todo cambió: las costumbres, los amigos, el clima, ya no me enfermaría tan seguido. Veía el cuerpo y la cara de mi padre pero ya no era el mismo. A lo largo de los años trato de entender ciertos actos de mi papá; algunas cosas las he entendido y otras simplemente, no les hallo explicación lógica.
A veces siento que mi alma se quedó suspendida en una época distante, mi infancia, y que la única manera de superar ciertas pesadillas es vivir mi propia vida.
Extraño esos días, definitivamente, pero hay otros que desearía no haber vivido. Mientras tanto me llega el momento de ser papá, es tiempo de pulir el ser humano que soy.

lunes, junio 09, 2008

La vida en Technicolor, como en las películas… aunque la vida es mucho más difícil.

Alfredo: “Viviendo aquí día con día, piensas que es el centro del mundo. Crees que nada cambiará. Entonces te vas: un año o dos años. Cuando regresas todo ha cambiado. Los lazos se han roto. Lo que has descubierto ya no existe, lo que era tuyo se ha ido. Tienes que irte por un largo tiempo… muchos años… antes de que puedas regresar y encontrar a tu gente, la tierra donde naciste. Pero ahora no, eso no es posible, ahora eres más ciego que yo.”
Salvatore: “¿Quién dijo eso?, ¿Gary Cooper? ¿James Stewart? ¿Henry Fonda?”
Alfredo: “No Toto, nadie lo dijo. Esto lo digo yo. La vida no es como en las películas. La vida… es mucho más dura”.
Diálogo entre Alfredo y Toto en “Cinema Paradiso”, Giuseppe Tornatore (1988).
Protagonista de mi propia película. Muchas personas que me preguntan cómo veo la vida, les respondo que la mía es una historia en Technicolor, con sonido Stereo y a veces, en Cinemascope. Algunas otras quisiera reclamar al libretista el haber escrito episodios que no me han dejado buen sabor de boca. ¡Vaya!, ni siquiera utilizo dobles en las escenas de peligro, por eso tengo algunas heridas que van desde las leves hasta las graves.
¿Cuántos nos hemos identificado con algunas películas al grado de que hacemos nuestros los diálogos, las situaciones, la banda sonora y hasta el vestuario y los accesorios? Les aseguro que muchos y el que no se emocione con alguna escena memorable en la historia del cine, está muerto en vida.
Un cinéfilo es un clavado que tiene un gusto especial por el cine más conocido como séptimo arte, esta afición puede ser un pasatiempo y también puede convertirse en un experto analizador y crítico de filmes. Dicen que para ser un buen cinéfilo es preciso tener en cuenta muchos factores a la hora de analizar una película como: el guión, los actores, la escenografía y demás elementos técnicos y artísticos que componen la trama. Como el cine es un arte, la crítica y comentarios por parte de un cinéfilo es más una apreciación personal, basada en la información suministrada durante la proyección, para el cinéfilo es importante el disfrutar de cada uno de los elementos de la composición y del ambiente donde se proyecta el film.
Pero no todos pueden ser cinéfilos. Unos simplemente les gusta ir al cine y divertirse, no se clavan en la textura de la historia o huyen de las películas lentas al estilo de Ingmar Bergman (a mi gusto, es excelso), tan difíciles de comprender para quienes viven la vida de manera rápida y quieren historias digeribles, casi en frasco Gerber.
Veamos, citar cinco películas indispensables en mi vida resulta injusto pues, como el universo, el arte se expande hasta el infinito y la obra cinematográfica es vasta. No hay que limitarse con el cine hollywoodense, hay más en este mundo y no vivimos en una burbuja. Empezaré con “Crossroads” (Encrucijada), película de 1986 protagonizada por Ralph Macchio (el escuincle de Karate Kid) donde el protagonista es un guitarrista de blues. Esa “peli” fue la culpable de que decidiera volverme guitarrista por el resto de mi vida. “Star Wars”, aunque hollywoodense, influyó un poco en la creencia de galaxias muy lejanas, de tiempos civilizados y de que, en algún lugar del cosmos, sí existen alianzas rebeldes que luchan contra los imperios opresores y triunfan. En la vida real, el imperio oscuro está dentro de nosotros, La Fuerza fluye pero no sabemos canalizarla.
“Far Away, so close!” (Tan lejos, tan cerca) me llevó a volar por encima de las almas solitarias, insertó la obsesión por penetrar en los pensamientos de los que me rodean. “Modern Times” (Tiempos modernos) de Chaplin, es un claro ejemplo de que el cine no es sólo palomitas, glamour y melcocha a 24 cuadros por segundo: es revolución, es protesta, propositivo y educativo.


He relacionado momentos de mi vida con algunas películas, aunque la vida es más dura que en las películas. “Cinema Paradiso” es mi película favorita de todos los tiempos. Como Toto –el protagonista de Cinema Paradiso- tuve que salir de la ciudad que me vio crecer hasta la mayoría de edad, aunque no haya nacido en Chetumal. Me fui muchos años para encontrar mi destino y mi propósito en la vida. Tuve que regresar. Las cosas no eran como antes, no estoy seguro si es para bien o para mal; los viejos amores, los sitios, los bares, las calles, dejaban de ser míos y la gente que estaba en mi vida se había ido: ahora sólo quedan recuerdos en común. Y como en la película, tuve mi “cinema paradiso”: un viejo cine que también fue derrumbado, con las piedras se fueron las voces del pasado, testigos de divertidas matinée y lágrimas ocultas en la oscuridad de la función de las cinco de la tarde.
En una película los problemas se arreglan en segundos, mientras que en la vida real nos lleva días, semanas o meses. Hay escenas de peligro y gags, chistes involuntarios y una que otra mentada de madre (a huevo, si no, no sería película mexicana). Una película está incompleta sin escenas de amor, de sexo o de dramatismo… o ¿me van a decir que nadie de ustedes besa, seduce, hace el amor o simplemente, disfruta el paisaje natural del cuerpo ajeno?

lunes, junio 02, 2008

Voyeurismo existencial… ¿eres voyeurista de la vida o eres el protagonista observado?

“Tus ropas caen lentamente, soy un espía, un espectador; y el ventilador desgarrándote, sé que te excita pensar hasta dónde llegaré”. Persiana americana, Gustavo Cerati.


Desde que nacemos, la vida se presenta como una película a la cual le vamos entendiendo una vez que tenemos uso de razón. El cuerpo es un espacio temporal, nuestra casa del alma en la que se cocinan las miles de maneras de recorrer el mundo o descubrir los misterios de la vida; el alma que habita en la casa es curiosa, cuestionadora. Observadores por naturaleza, nos extasiamos ante imágenes y sucesos que satisfacen nuestra curiosidad, influyendo en nuestro conocimiento del mundo y del medio que nos rodea.
No me referiré al voyeurismo dentro del plano sexual sino del existencial, al hecho de ser quienes somos, qué hacemos y a dónde queremos llegar. Si son seguidores de Sartre, me temo que no ahondaré en el existencialismo per sé. Un poco de ambas. Menciona la Wikipedia: “El voyeurismo es una conducta caracterizada por la contemplación de personas desnudas o realizando algún tipo de actividad sexual con el objetivo de conseguir una excitación sexual (delectación voyeurista).” Veámoslo a la inversa, con personas vestidas y realizando una actividad no precisamente sexual. Simplemente viviendo la vida de manera normal.
Contemplar la vida, tomar los elementos que de ella emanan: sensaciones, emociones, ideas; la simple observación de las personas es una actividad que nos produce placer y al mismo tiempo, retroalimentan nuestras ganas de saborear la vida. Nos fascina contemplar el curso de los días ajenos, días grises o soleados en donde los secretos a voces son la constante en este mundo globalizado.
Echamos mano de revistas, periódicos, programas de televisión (desde los noticieros a los “reality shows”) tan sólo para meternos dentro de la vida de las celebridades. Pareciera como si nuestras vidas fueran tan aburridas que tenemos que robar la vida de los demás. Tal vez no es el caso de muchos de nosotros.
Por otra parte, somos protagonistas de nuestra propia película a la cual asisten miles de personas a verla. El guión lo determinan las decisiones que tomemos frente a los problemas que acontecen día a día; hay banda sonora en sonido cuadrafónico y fotografía en Technicolor. Expulsado de una iglesia a la cual no pertenezco ni perteneceré, cometo el pecado de realizar mis cortometrajes de manera pausada, renegando de toda existencia divida (porque seguramente, si existe un ser superior, éste es un voyeurista universal).
Observar y ser observados. Tomar las riendas de nuestra vida y correr el riesgo a darnos en la madre. Contemplamos la vida y tomamos riesgos o simplemente nos arriesgamos a perderla. Quizá el encanto de la paradoja a la pregunta que planteo al principio de este artículo es que pueden ser ambas: vivimos la vida y la observamos o somos protagonistas de nuestra historia mientras somos observados por aquellos quienes temen arriesgarse a vivir. Por ejemplo, cuando una mujer nos gusta (u hombre, según sea el caso), elegimos una opción de entre cientos, casi siempre terminamos: o nos acercamos y expresamos nuestro sentimiento, o simplemente callamos, contemplamos y observamos cómo esa mujer se va con otro más “aventado”. Lo mismo sucede con las oportunidades en la vida.
Hay que vivir, dejarse observar pero sin que se viole nuestro espacio vital. Observar es tan placentero que nos estimula a buscar más de la vida, de nosotros mismos y de los demás. Ya quiero tomar más riesgos y vivir, observaré un rato más… y luego me iré a volar por el mundo.