miércoles, noviembre 19, 2008

De aquel chorro de voz… con el que aún puedo crear dimensiones paralelas.


Solía decir que las palabras eran la mejor arma para desnudar corazones abandonados. Evocar los campos desiertos en medio de una oscura mentira era leitmotiv de las noches solitarias, en el rincón de mi universo. Así, sin darme cuenta, comencé a perder el rumbo y entré a un viaje sin retorno hacia el final inevitable. Pero no es el hecho de convertirme en un adulto –evitando el comportamiento “políticamente correcto”- con todas las obligaciones (sin derechos) que ello conlleva, sino la paulatina desaparición de la esencia que celosamente guardaba para sobrevivir en el mundo globalizado y automatizado.
Mi cuerpo y alma emprendieron un viaje de diez años de duración, con los veintitantos a cuentas y miles de sueños guardados en una mochila. Roto el corazón no quedaba más que recoger los trozos de llanto envueltos en versos ensangrentados. Así pues realicé mis primeros versos, tímidos destellos de locura y ansiedad por encontrar una salida en este laberinto de vanidades que es Chetumal.
Simplemente me gusta escribir mis ideas como una forma de ampliar mi expresión artística, no me he propuesto ser un poeta como tal (hago la aclaración o de lo contrario allá afuera alguien comenzaría una “mesa de debate” para discutir lo que aquí se lee). Como músico tengo una gran idea sobre cómo dar un discurso melódico, exactamente de la misma manera en que se desarrolla un diálogo.
Uno pasa la vida tratando de poner adjetivos a la belleza superficial, agregando la dosis controlada de hormonas y una gran cantidad de humo a los renglones de un cuaderno maltratado. Hubo oídos sinceros, labios sedientos de besos dibujados en cada verso desesperado. Para abrir el camino hacia la muerte momentánea bastaban unas cuantas palabras, un cuerpo dispuesto a desaparecer en la soledad de la noche: ausencia de todo, entrega de nada.
Sobra decir que hubo demasiadas noches incendiadas.
Pero la vida es una espiral eterna donde todo cambia, mientras más envejecemos dejamos un pedazo de nosotros mismos en el camino. A veces se gana y a veces se pierde mientras luchamos en esta guerra por la supervivencia, la contienda nos orilla a sacar las armas más mortíferas contra todo adversario, llámese rival de amores, rival profesional o simplemente, contra el sistema.
Y así, en el camino de la vida apareció una señal de advertencia: “las palabras están dejando de surtir efecto”. La tristeza comenzó a correr por mis venas, como veneno de serpiente; primero culpé a la labor alternativa de hacer grande a las cosas pequeñas, después pensé que el paso de los años cobraba la factura con lagunas mentales y vacíos retóricos. Recapacité, respiré profundamente y caí en la cuenta de que no era mi ser el que había caducado sino que vivo rodeado de seres apagados, territorios explorados por alfas a los que sólo les hace falta “mear el territorio”.
Los ángeles no caen del cielo. Las princesas extraviadas en el castillo de su vanidad corren la misma suerte de Rapunzel; no hay brujas malvadas, tan solo las exigencias personales y demasiada presión social.
Embriagado por el vino de la noche, asido a las ramas del sueño diurno, observo desde mi quimera. Me aferro a mis sueños como quien se engancha a la vida, regreso a mis viejos amores en el rincón de la soledad universal donde todo lo que veo y toco es real.
Es cierto, soy un murmullo en medio de una charla ininteligible, pero mi voz no se callará nunca. Tal vez no encendí la chispa oculta en los ojos de la pálida sombra de sonrisa lunar (sordera crónica, vacío espiritual), pero quedan muchas páginas por llenar en el cuaderno de versos eléctricos.

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