jueves, agosto 02, 2007

La mano cortada


Porque cada uno de nosotros tiene una mano cortada que duele…

Por sí mismo puede levantarse de la cama, no necesita del despertador para saber que otro día ha llegado a cubrir su humanidad desde los tobillos hasta la cintura. Lo intuye: el rayo de sol que se cuela por la persiana azul cada mañana no sabe tan dulce como una pastilla ácida. No le queda más que mover sus piernas. Se incorpora y se mira al espejo, no es el mismo de siempre. Algunos años le han pasado encima mientras que las huellas del paseo nocturno se notan en los ojos.
Más vale acomodarse la camisa dentro del pantalón, no vayan a pensar los demás que es un hombre descuidado. Porque siempre es mejor dar una buena imagen de uno mismo aunque por dentro se nos clavan los alfileres de la existencia: filosofía moderna o modersofía filonizada.
Tras de sus anteojos de sol guarda un secreto: sueña despierto.
Sube al auto, enciende el autoestéreo y desconecta su mente atribulada por la obligación diaria, esa actividad que ha borrado su verdadera esencia, lentamente, como se evapora el agua del suelo al salir el sol. El movimiento del auto le hace pensar que ha encarnado en el símbolo de la aparente libertad de la vida moderna: la facilidad de trasladarse de un lugar a otro, sin motivo aparente, apresurando el final de una existencia efímera. Pero a él le interesa trascender, volar y expandirse.
Le duele la mano cortada. Sonríe a los peatones que le recuerdan que él ya no existe en este lugar. Se desangra por dentro, llora en silencio la escandalosa muerte de su alma inocente, llena de amor que nadie se atrevió a probar.
Finalmente llega a su destino obligado (¿Quién dijo que el destino es la vida presente cuando nada está determinado con certeza?). Siente deseos de vomitar pero advierte la frágil y graciosa silueta de un hada oscura ardiendo bajo el sol del verano: se guarda el rencor.
Aquel edificio gris representaba todo lo que había detestado en sus días de preparatoria: la conciencia manipulada, la sumisión total a cambio de metal que comprara baratijas que no le servían para nada y la asfixiante soledad envenenada con horas perdidas entre mentiras y sucesos intrascendentes.
Al cruzar la reja –gris, como el edificio- su sueño diurno se desvaneció. Cuando sus sueños se desvanecieron al pie de la reja, pero no entraba a ese edificio como se entra a una madriguera: su mente flotaba y llegaba a lo más alto del cielo.
Dentro de sí el corazón seguía rojo, la mente se expandía y las agujas dejaron de lastimar.

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