Que no nos sorprenda escuchar a un joven
bachiller o universitario decir “a mí, la política, no me interesa”, o “no leo
porque me aburre, no me puedo concentrar”, “¿para qué voy a estudiar si no voy
a trabajar en lo que me gusta?” y decenas de argumentos que a los adultos nos
parecerían una falta de responsabilidad y conciencia por parte de los jóvenes.
Hemos malcriado jóvenes. Les facilitamos
las cosas con tal de mantenerlos a raya, satisfechos en sus demandas de ocio y
acortamos las horas de estudio pues, por ser jóvenes, se pierden de la gran
fiesta veraniega de la juventud. Y esa libertad mal administrada desembocó en
la apatía total hacia los temas sociales, culturales y económicos a cambio de
la total enajenación con un modelo de vida incongruente con su realidad: la
vida materialista, el poder del dinero y la satisfacción del ego en pos de una
inmortalidad subjetiva, vivir rápido para morir joven.
Quintana Roo, por su condición de estado
turístico y fronterizo proporciona toda clase de actividades para el
entretenimiento y la fiesta. El último censo de población y vivienda realizado
por el INEGI en 2010, Quintana Roo registró una población de 1 millón 325 mil 578
habitantes. En Othón P. Blanco, la población de 18 años y más con nivel
profesional (2010) es de 26 mil 515 habitantes; casi el 13 por ciento de la
población total del estado mayor de 18 años. Jóvenes de entre 18 y 29 años se
encuentran en el desempleo o el subempleo, sin un lugar en alguna universidad
pública o no quieren trabajar o estudiar.
Ser un “estado joven” no significa
únicamente tener pocos años de haber sido creado ni concentrar a la mayor
cantidad de habitantes jóvenes dentro de un rango de edad; ni siquiera repetir
el slogan como mantra. La juventud es sinónimo de búsqueda constante en sentido
humano, encontrar la razón de ser y pertenecer dentro de una sociedad. Un
camino lleno de lastres, caminos bifurcados y encrucijadas que pueden ser superados
si les proporcionamos las armas ideológicas y físicas para sobrevivir a la
vorágine provocada por la vida moderna. Nuestra ciudad capital no es territorio
fértil para el desarrollo de nuevas ideas ni existen espacios que propicien el
crecimiento espiritual como seres humanos. Tampoco existen foros de discusión
ni cine clubes que estimulen a los sentidos en la contemplación de algo más que
una botella azul, vacía, a orillas de la bahía.
Por el contrario sería injusto incluir
dentro de un grupo determinado a aquellos que se mantienen al margen de lo
establecido. Jóvenes que para el resto del común no son más que “desadaptados”
pero que en su afán de búsqueda y sentido de pertenencia realizan actividades
distintas al joven promedio: los diseñadores, escritores, geeks, nerds, hipsters, darketos, rastas, y un
largo etcétera que conforman las llamadas “tribus urbanas”. Es esta porción de
la población joven la que más demanda lugares de desarrollo cultural e
intercambio del conocimiento. En el “subterráneo” (ese espacio que parece
reservado para unos cuantos conocedores, jamás visitado por la sociedad
consumista) se gestan las manifestaciones que dan forma y vida a una sociedad
que nada tiene que ver con rostros, marcas o fiestas “after hour”. Son las voces de una conciencia abierta a nuevas
formas de vida y de percibir el mundo. Para ellos también se han cerrado las
puertas en espacios culturales, museos, galerías o escuelas; tantas veces
golpeados o intimidados por su manera de vestir o la alternativa forma de vivir
el amor y su propia sexualidad.
Los espacios culturales para jóvenes no
existen y cada vez hay más latas de cerveza vacías tiradas en los camellones
del boulevard. Día a día en los universitarios muere la identidad cultural, la
capacidad de crítica y la determinación para hacer valer su voz ante
imposiciones ante la deslumbrante vida nocturna y sus (muy pocas) maneras de
evadir la realidad.
De nada sirve un aparato institucional
de cultura que a lo largo de los últimos tres años se ha convertido más en un
escenario de egos y exhibiciones de la “clase alta”, en vez de educar al pueblo
y llevar las manifestaciones culturales a todos los rincones de la entidad.
Pensamos y sentimos muy poco; compramos
y deseamos en exceso.
Ante la irrefrenable sucesión de
acontecimientos en los que la sangre y la violencia son el leitmotiv de la vida
nacional, hacen falta más libros que nutran la conciencia y el discurso. Ante
la desesperación por huir de una monotonía o la imparable lluvia de balas hacen
más falta el trabajo bien remunerado y el acceso a la educación de calidad,
humana y científica.
De nada sirve rezar si no se puede
blandir el martillo para romper cadenas y construir el progreso.
Ante la pérdida de valores éticos y morales, el arte
aún puede salvarnos de la destrucción total de nuestro espíritu humano. Lo que
no debe continuar es el crecimiento de espacios consagrados al ocio ni el
crecimiento de una población joven sin luz ni norte, subempleados o
desempleados. Hasta aquí la reflexión y en el aire vuela una pregunta ¿qué
futuro vamos a heredar a los más jóvenes si ya acabamos con la fuerza de su
espíritu y su espacios de desarrollo y crecimiento social?
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