domingo, noviembre 26, 2006

Los mejores días de mi vida


Los mejores días de mi vida fueron los que viví cuando estudiaba en la Escuela Nacional de Música de la UNAM. El mejor día de mi vida fue cuando me informaron que fui aceptado en dicha escuela, luego de presentar el examen de admisión unas tres veces.
Ingresé a la carrera de Guitarra en el nivel Propedéutico en agosto de 1996. Para entonces ya conocía el ambiente de la escuela y los planes de estudio pues pasé un año como estudiante “oyente” en algunas clases.
Era 1994 cuando mi padre me preguntó qué haría con mi vida. Tenía la opción de estudiar Arquitectura o Diseño Gráfico, la música parecía un hobbie al que no le podría dedicar todo el tiempo de mi vida, pero no dejaba de soñar con estudiar música. De hecho la música era lo único que me realmente me importaba. Mientras que a mis compañeros les atraía la idea de tener un despacho de arquitectos o dedicarse a la política, a mí me latía más el viajar y conocer gente, tocar, escribir música, interpretar obras musicales, vivir del arte. Está de más decir que no faltó el comentario aquel: “no vas a vivir del arte, te vas a morir de hambre”. Hasta ahora no me he muerto… no de hambre.
Aquel primer año que pasé como estudiante “oyente” en “la Nacional” me sirvió para conocer el ambiente de la escuela. Hice nuevos amigos que dejaron una huella indeleble en mi vida, conocí sonidos nuevos que me parecían familiares pero que por la situación de vivir en una ciudad como Chetumal no tenía la posibilidad de absorber como se debe. También me entregué a la interpretación de la Guitarra Clásica con el maestro Fernando Villanueva de quien guardo gratos y amargos recuerdos (es verdad). Todo esto sucedió entre 1994 y 1995.
No fue sino hasta 1996 que por fin me habían admitido como alumno regular. Entonces tenía una novia a la que tuve que dejar en Chetumal para seguir con mis sueños, dejé a mi familia y me perdí la infancia de mi hermana menor. Toda meta implica un sacrificio.
Me subí a un autobús mágico. El primer compañero de viaje fue Carlos, inseparable y entrañable amigo con quien compartí el amor al cine, la buena comida, los discos, la guitarra y las mujeres hermosas. Luego llegaron Chema, Armando, Agueda y Chalito. Chema, Armando y Chalito también eran guitarristas. Agueda estaba en Órgano y me enamoré de ella, además de ser una mujer inteligente y sencilla era muy guapa. Llegaron muchos nuevos amigos.
La primera clase del día era a las 8 de la mañana: solfeo. Tenía que realizar un viaje en Metro de aproximadamente dos horas para llegar a tiempo a la escuela. La clase era aburrida y si agregamos las horas de sueño descontadas, nos quedaba un grupo de zombies intentando leer notas en claves de sol y de fa. A veces, los viernes no llegaba la maestra de solfeo y mi amigo Carlos y yo nos íbamos a Ciudad Universitaria de paseo (sí, a Ciudad Universitaria). Recorríamos los pasillos de la facultad de Filosofía y Letras (Filosofía y Yerbas le decíamos), comprábamos libros de segunda mano, discos o casets grabados de música del mundo. También nos clavábamos a las funciones del Cine Club de Ciencias Políticas o de Filosofía. En esas funciones conocí el trabajo de Wim Wenders y Reiner Werner Fassbinder, Carlos era un gran admirador del cine alemán.
Otro lugar al que nos encantaba ir era el Cinemanía donde proyectaban los estrenos del cine independiente y una que otra película comercial. Cuando nuestros bolsillos andaban bien solíamos ir a desayunar a un restaurante cercano a Ciudad Universitaria, saliendo del Metro Copilco en el que preparaban una machaca deliciosa, desayunos en los que incluían jugo de naranja y café. A mi memoria vienen esas mañanas frías de fines octubre que anunciaban la llegada del invierno. En días así era común utilizar guantes de lana para mantener el calor de las manos y practicar sin ningún problema.
Había tiempo libre de sobra, aunque lo mejor era los fines de semana en que podíamos escaparnos a cualquier lugar de la ciudad. Carlos es el autor de aquella frase: “Vayamos por rumbos desconocidos en busca de nuevos horizontes”.
Fueron días en que mi cerebro era como esponja, absorbía la música que llegaba desde ultramar, las obras barrocas y renacentistas, la música de vanguardia del siglo XX, el cine alemán, el fado portugués, la poesía y cuerpos angelicales.
En el camino cayeron muchos, la vida como estudiante de música –o de cualquier arte- es difícil. Muchas veces no está la familia presente para compartir los logros y las presentaciones exitosas; tocamos en foros en los que no había paga alguna excepto algunas bebidas o la cena, si se conseguía un trabajo fijo había que dejar la escuela para no descuidar el trabajo. En el camino lloramos, nos enfermamos, nos han ridiculizado y hasta pisoteado el amor propio. Hubo maestros que celebraban nuestras posibilidades interpretativas, otros nos sugerían de la manera poco atenta que nos dedicásemos a narrar fútbol en la televisión. La primera impresión que uno se lleva es la de un maestro a quien no se le satisface con nada, pero la realidad es que el maestro nos veía tanto potencial que quería explotarlo al máximo porque sabía que podíamos dar mucho más que una simple interpretación.
En la música clásica (más bien, en toda la música) se entrega el alma entera o no se entrega, cada nota debe nacer, existir y morir, no únicamente sonar por sonar.
Extraño esos días. Extraño a los grandes amigos que hice, los lugares, los rostros hermosos de los que me enamoré en los vagones del Metro y en el Parque Hidalgo en Coyoacán; los ensayos y las presentaciones, la clase de Armonía del Maestro Esparza (con su breve pausa para leer aforismos) y la clase de Música de Cámara de la Maestra Eunice Padilla con su peculiar forma de saludarnos antes de cada clase: “Bueno chicos, ¿con qué me van a deleitar el día de hoy?”; las maratónicas clases de Estética Musical de la rusa malvada o las juntas de café en alguna banca esquinera del mismo barrio de Coyoacán; las interminables discusiones sobre Pink Floyd y música de Leo Brouwer. Extraño a Erinh, a Agueda, a Citlalli (que fue tecladista del grupo Salón Victoria), a Mónica, a Tzairí; extraño las tardes de otoño en Ciudad Universitaria, las siestas bajo el sauce de la escuela después de la comida, los recitales de fin de curso, las temporadas de concierto en la Sala Carlos Chávez (donde toqué en tres ocasiones).
Si pudiera regresar en el tiempo, sin duda esos serían los días que quiero volver a vivir.

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