Mi primera guitarra eléctrica pertenecía al baterista de la primera banda de rock en la que toqué. Era negra y con bastantes golpes en la caja de resonancia, no tenía la marca en el clavijero en el cual faltaba la correspondiente a la primera cuerda. Para afinarla necesitaba de unas pinzas y mucha paciencia, en ese entonces no tenía afinador electrónico de modo que afinaba de oído. Mejor pues a veces lo electrónico no es tan fidedigno.
Pero me encantaba la guitarra. No era Fender ni Gibson ni mucho menos una Rickenbacker de 12 cuerdas similar a la de George Harrison, pero sacaba un sonido maravilloso a pesar de lo ajetreada que estaba. Nunca supe cual era la marca de la guitarra. Aquel año de 1992 fue decisivo para mi: por fin entraba a una banda de rock después de pasar cuatro años tocando una guitarra acústica –que mi padre me compró en 1988 por cincuenta pesos- encerrado en mi cuarto y en compañía de, en aquel entonces, mi mejor amigo Ray.
Las canciones aprendidas durante horas que no le dedicaba a los estudios de secundaria con tanto interés (porque ¿Cuándo se ha enseñado algo interesante en las escuelas de la SEP?... ¡jamás!) eran canciones de Los Beatles, Soda Stereo y de todos los grupos de los sesenta como The Kinks, Herman Hermitts, The Hollies y The Beach Boys. Toda la influencia británica y del surf americano.
Era básico aprender las progresiones armónicas de cada canción, los solos de guitarra, el ataque de la plumilla contra las cuerdas de metal que en más de una ocasión me hicieron rabiar, llorar y, finalmente, sonreír de satisfacción y placer. No existe nada más placentero que crear música y sentir que los dedos rozan el diapasón, haciendo llorar a la guitarra con blueses o arrancarle gemidos con etéreas armonías de Cocteau Twins y Pink Floyd. Hay que hacer vibrar al instrumento como se debe hacer vibrar a una mujer, un buen guitarrista no toca, le hace el amor a su guitarra.
Y precisamente, en 1992 se rompió la guitarra que mi padre me compró, fue una tarde en que estaba enojado por cuestiones propias de la adolescencia y la coloqué en un sitio cercano ala ventana; entonces el viento sopló y las cortinas se movieron, empujando de lado a la guitarra. Se rajó en la parte lateral de la caja de resonancia. Lloré y mucho, me quedé sin guitarra y ya podía tocar en la escuela ni en ninguna parte.
Es por eso que cuando entré a la primera banda de rock –que se llamaba ‘Aleación’- que me prestaron una guitarra eléctrica. En esos días conectábamos la guitarra a la entrada auxiliar de un estéreo viejo, con cables modificados. El sonido era espantoso pues el equipo no era para esas tareas, pero mi emoción era tan grande que me sentía George Harrison.
Pasamos horas ensayando durante la noche en instrumentos seminuevos, equipos infames y con una batería cuya tarola tenía un parche roto. Con el tiempo nos hicimos de una mezcladora decente y nueva, una guitarra también nueva que no toqué nunca porque no me gustaba el sonido que producía, era fiel a aquella guitarra negra. Algunos meses más tarde, vi una fotografía de Robert Smith (de The Cure) sosteniendo una guitarra negra similar a la que me prestaron: tenía unos garabatos pintados muy padres que se me antojaba pintar la mía. Nunca lo hice.
Adicional a la guitarra, utilizamos unos pedales de efectos para darle presencia y color a las canciones. También había conseguido un pedal –obviamente, prestado- que era un overdrive (la distorsión clásica en el sonido del rock). Cuando conecté la guitarra al pedalsupe lo que experimentó y sintió Jimmy Page cuando tocaba Communication Breakdown.
Así pasé la primera mitad de 1992, tocando con una guitarra prestada conectada a una mezcladora y coloreando su sonido con un pedal overdrive prestado. En agosto pude comprar mi primera guitarra eléctrica propia: una Fender Stratocaster americana de color blanco. El sonido se enriqueció y mi técnica se depuró. Nunca de sido fanático de los solos “guajoloteros” (esos solos de guitarra que si bien son rápidos y virtuosos, llegan a cansar si se quiere escuchar musicalidad y feeling) propios de guitarristas de la talla de Steve Vai o Joe Satriani, sin embargo los admiro y respeto. Prefiero los solos llenos de melodía y sentimiento del tipo David Gilmour (Pink Floyd), la armonía melódica de Johnny Marr (The Smiths), las atmósferas sonoras de Robert Smith y Robin Guthrie (Cocteau Twins) y la energía de Pete Townshend (The Who). Hay muchos guitarristas a los que admiro y de los que me he nutrido.
Han pasado más de 10 años y la guitarra negra se perdió, la devolví a su dueño pero él no la supo conservar. Tal vez si hubiese adquirido esa guitarra la habría reparado y sería parte de mi equipo pero el tiempo se la llevó. Extraño aquel sonido puro y desgarrado, lleno de vitalidad y color único que jamás he vuelto a escuchar en otras guitarras.
Pero me encantaba la guitarra. No era Fender ni Gibson ni mucho menos una Rickenbacker de 12 cuerdas similar a la de George Harrison, pero sacaba un sonido maravilloso a pesar de lo ajetreada que estaba. Nunca supe cual era la marca de la guitarra. Aquel año de 1992 fue decisivo para mi: por fin entraba a una banda de rock después de pasar cuatro años tocando una guitarra acústica –que mi padre me compró en 1988 por cincuenta pesos- encerrado en mi cuarto y en compañía de, en aquel entonces, mi mejor amigo Ray.
Las canciones aprendidas durante horas que no le dedicaba a los estudios de secundaria con tanto interés (porque ¿Cuándo se ha enseñado algo interesante en las escuelas de la SEP?... ¡jamás!) eran canciones de Los Beatles, Soda Stereo y de todos los grupos de los sesenta como The Kinks, Herman Hermitts, The Hollies y The Beach Boys. Toda la influencia británica y del surf americano.
Era básico aprender las progresiones armónicas de cada canción, los solos de guitarra, el ataque de la plumilla contra las cuerdas de metal que en más de una ocasión me hicieron rabiar, llorar y, finalmente, sonreír de satisfacción y placer. No existe nada más placentero que crear música y sentir que los dedos rozan el diapasón, haciendo llorar a la guitarra con blueses o arrancarle gemidos con etéreas armonías de Cocteau Twins y Pink Floyd. Hay que hacer vibrar al instrumento como se debe hacer vibrar a una mujer, un buen guitarrista no toca, le hace el amor a su guitarra.
Y precisamente, en 1992 se rompió la guitarra que mi padre me compró, fue una tarde en que estaba enojado por cuestiones propias de la adolescencia y la coloqué en un sitio cercano ala ventana; entonces el viento sopló y las cortinas se movieron, empujando de lado a la guitarra. Se rajó en la parte lateral de la caja de resonancia. Lloré y mucho, me quedé sin guitarra y ya podía tocar en la escuela ni en ninguna parte.
Es por eso que cuando entré a la primera banda de rock –que se llamaba ‘Aleación’- que me prestaron una guitarra eléctrica. En esos días conectábamos la guitarra a la entrada auxiliar de un estéreo viejo, con cables modificados. El sonido era espantoso pues el equipo no era para esas tareas, pero mi emoción era tan grande que me sentía George Harrison.
Pasamos horas ensayando durante la noche en instrumentos seminuevos, equipos infames y con una batería cuya tarola tenía un parche roto. Con el tiempo nos hicimos de una mezcladora decente y nueva, una guitarra también nueva que no toqué nunca porque no me gustaba el sonido que producía, era fiel a aquella guitarra negra. Algunos meses más tarde, vi una fotografía de Robert Smith (de The Cure) sosteniendo una guitarra negra similar a la que me prestaron: tenía unos garabatos pintados muy padres que se me antojaba pintar la mía. Nunca lo hice.
Adicional a la guitarra, utilizamos unos pedales de efectos para darle presencia y color a las canciones. También había conseguido un pedal –obviamente, prestado- que era un overdrive (la distorsión clásica en el sonido del rock). Cuando conecté la guitarra al pedalsupe lo que experimentó y sintió Jimmy Page cuando tocaba Communication Breakdown.
Así pasé la primera mitad de 1992, tocando con una guitarra prestada conectada a una mezcladora y coloreando su sonido con un pedal overdrive prestado. En agosto pude comprar mi primera guitarra eléctrica propia: una Fender Stratocaster americana de color blanco. El sonido se enriqueció y mi técnica se depuró. Nunca de sido fanático de los solos “guajoloteros” (esos solos de guitarra que si bien son rápidos y virtuosos, llegan a cansar si se quiere escuchar musicalidad y feeling) propios de guitarristas de la talla de Steve Vai o Joe Satriani, sin embargo los admiro y respeto. Prefiero los solos llenos de melodía y sentimiento del tipo David Gilmour (Pink Floyd), la armonía melódica de Johnny Marr (The Smiths), las atmósferas sonoras de Robert Smith y Robin Guthrie (Cocteau Twins) y la energía de Pete Townshend (The Who). Hay muchos guitarristas a los que admiro y de los que me he nutrido.
Han pasado más de 10 años y la guitarra negra se perdió, la devolví a su dueño pero él no la supo conservar. Tal vez si hubiese adquirido esa guitarra la habría reparado y sería parte de mi equipo pero el tiempo se la llevó. Extraño aquel sonido puro y desgarrado, lleno de vitalidad y color único que jamás he vuelto a escuchar en otras guitarras.
1 comentario:
chale vato pobre guitarra me hubiera gustado conocrela y oir su maravilloso sonido que me cuentas
yo igual tengo mi guitarra acustica
pero ami me la dieron en la navidad
del 2007
y le dedico todo el tiempo posible
y se que ahorita soyt un novato que no se sabe mas que una de reik
pero mi sueño es ser uno de los mejores guitarrista mexicano o la tino americano y produsir sonidos solo yo i mi guitarra
bueno wey te dejo
hasta luego
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