Para mis abuelos Felis, Beto, Josefina y Mónica.
La nostalgia ha hecho presa de mí nuevamente. Y como de costumbre queridos lectores, me siento a escribir uno de mis relatos, o más bien memorias. Recuerdo las vacaciones de verano o invierno en que mis padres nos llevaban a mí y a mis hermanos a visitar a mis abuelos en Orizaba.
La casa de los abuelos está ubicada en una colonia muy conocida de la ciudad: la colonia Zapata. Frente a la casa se levanta el emblemático cerro de Escamela, y detrás el Cerro del Borrego. Por las mañanas se puede apreciar una vista del Pico de Orizaba. Cada noche, luego de cenar, nos quedábamos los primos y algunos tíos y tías, platicando con la abuela. Entre anécdotas del día y chistes, siempre salía una pregunta para la abuela, de cómo era la colonia cuando llegó a vivir ahí con el abuelo, de las leyendas de Orizaba que, según dicen, está llena de ellas.
Por alguna razón, a mi abuela le gusta relatar las leyendas o sus historias “de espantos” una vez que la noche ha llegado y no se escucha ni un solo ruido. Las charlas siempre se han hecho en la cocina, que es una pieza apartada de la casa y por la cual hay que atravesar un pequeño patio central.
Es un clásico el relato del “nahual”, de cómo un señor que vivía en una casa en la misma calle de la de mis abuelos, de noche se transformaba en un perro para luego aparecer en el patio de algún vecino, tirado sobre el suelo, dormido. Mi abuela cuenta las historias con breves pausas, como pensando o recreando las escenas en su mente. Tal parece que ella podía transmitir lo que piensa pues uno sentía el frío que describía en los ambientes, las presencias.
Todos los nietos callados, naturalmente no faltaba quien sintiera miedo –incluso yo- y no se atrevían a levantarse de la mesa para dejar sus trastes sucios en la pileta del patio. Mi abuela continuaba con sus relatos: de una supuesta laguna en lo alto del Cerro de Escamela, de los pasillos subterráneos que conectan a las iglesias de Orizaba y de cómo las religiosas de la época colonial, se deshacían del producto de sus pecados. Tales pasillos están llenos de almas en pena, de niños que suplican por vivir.
Son tantas las historias que mi abuela nos ha contado que relatarles en este espacio no sería suficiente.
Me gustaría viajar a Orizaba para grabar los relatos y tener un registro de esa tradición oral de relatar leyendas o historias sobrenaturales de una ciudad.
Conforme pasan los años se pierde identidad y la globalización arrasa con las costumbres. Las historias de vida ya no son del interés de las nuevas generaciones, ahora sólo se preocupan por comprar, por consumir historias insulsas que no dejen nada en su persona.
La experiencia de sentarse a conversar y compartir historias, sucesos, impresiones es algo que se ha perdido. Son esas cosas simples de la vida que enriquecen el espíritu, incluso hasta los silencios son deliciosos entre gente que tiene lazos estrechos de amor y amistad. Pero lo que no debe morir es la costumbre de narrar historias de padres a hijos, de abuelos a nietos.
La nostalgia ha hecho presa de mí nuevamente. Y como de costumbre queridos lectores, me siento a escribir uno de mis relatos, o más bien memorias. Recuerdo las vacaciones de verano o invierno en que mis padres nos llevaban a mí y a mis hermanos a visitar a mis abuelos en Orizaba.
La casa de los abuelos está ubicada en una colonia muy conocida de la ciudad: la colonia Zapata. Frente a la casa se levanta el emblemático cerro de Escamela, y detrás el Cerro del Borrego. Por las mañanas se puede apreciar una vista del Pico de Orizaba. Cada noche, luego de cenar, nos quedábamos los primos y algunos tíos y tías, platicando con la abuela. Entre anécdotas del día y chistes, siempre salía una pregunta para la abuela, de cómo era la colonia cuando llegó a vivir ahí con el abuelo, de las leyendas de Orizaba que, según dicen, está llena de ellas.
Por alguna razón, a mi abuela le gusta relatar las leyendas o sus historias “de espantos” una vez que la noche ha llegado y no se escucha ni un solo ruido. Las charlas siempre se han hecho en la cocina, que es una pieza apartada de la casa y por la cual hay que atravesar un pequeño patio central.
Es un clásico el relato del “nahual”, de cómo un señor que vivía en una casa en la misma calle de la de mis abuelos, de noche se transformaba en un perro para luego aparecer en el patio de algún vecino, tirado sobre el suelo, dormido. Mi abuela cuenta las historias con breves pausas, como pensando o recreando las escenas en su mente. Tal parece que ella podía transmitir lo que piensa pues uno sentía el frío que describía en los ambientes, las presencias.
Todos los nietos callados, naturalmente no faltaba quien sintiera miedo –incluso yo- y no se atrevían a levantarse de la mesa para dejar sus trastes sucios en la pileta del patio. Mi abuela continuaba con sus relatos: de una supuesta laguna en lo alto del Cerro de Escamela, de los pasillos subterráneos que conectan a las iglesias de Orizaba y de cómo las religiosas de la época colonial, se deshacían del producto de sus pecados. Tales pasillos están llenos de almas en pena, de niños que suplican por vivir.
Son tantas las historias que mi abuela nos ha contado que relatarles en este espacio no sería suficiente.
Me gustaría viajar a Orizaba para grabar los relatos y tener un registro de esa tradición oral de relatar leyendas o historias sobrenaturales de una ciudad.
Conforme pasan los años se pierde identidad y la globalización arrasa con las costumbres. Las historias de vida ya no son del interés de las nuevas generaciones, ahora sólo se preocupan por comprar, por consumir historias insulsas que no dejen nada en su persona.
La experiencia de sentarse a conversar y compartir historias, sucesos, impresiones es algo que se ha perdido. Son esas cosas simples de la vida que enriquecen el espíritu, incluso hasta los silencios son deliciosos entre gente que tiene lazos estrechos de amor y amistad. Pero lo que no debe morir es la costumbre de narrar historias de padres a hijos, de abuelos a nietos.
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