El mejor recuerdo que conservo de mi padre es aquel que él olvidó por el resto de su vida, un episodio que no se repetiría nunca más a pesar del paso del tiempo y de la llegada de mis hermanos. Más bien, creo que una parte de mi vida tuvo más diversión y buenos momentos justo antes de llegar a estas tierras.
1979, el año en que las cosas comenzaban a sucederse con toda claridad para mi percepción. Niño feliz y confiado en que el mañana era incierto pero emocionante, entraba al jardín de niños sin el llanto infantil que eso supone: a decir verdad, me intrigaba el hecho de conocer niños diferentes a los que frecuentaba en la zona donde vivía con mis padres, en el Distrito Federal.
Hijo de padres jóvenes el tiempo libre se nos iba en jugar, salir a pasear o ir al cine, que era mi actividad favorita. Con mi papá solía caminar por un parque cercano a la casa donde vivíamos en la ciudad de México, todas las tardes; él empujaba el carro miniatura que me habían regalado el Día de Reyes, “el bola de fuego”. Tal carrito era la neta para mí pues además de que era ligero tenía una cajuelita donde guardaba mis golosinas, juguetes diversos y hasta las varitas de árbol caídas en el suelo del parque. A mi mamá le desesperaba que llevara esas varitas a la casa, aunque nunca dejé de llevarlas.
Entre semana era un paseo obligado, a las 5 o 6 de la tarde, con la condición de que hiciera la tarea del kinder (desde chiquito nos acondicionan para cumplir con las responsabilidades). Eran paseos tranquilos pues no había muchos niños en el parque, así que, cuando nos acompañaba mi mamá nos sentábamos a ver a los que jugaban fútbol en la cancha del parque. Golosina obligatoria: los raspados de grosella, cacahuates con limón y chile y las jícamas.
En las tardes de lluvia nos quedábamos en casa. Mi papá se sentaba en el suelo a jugar conmigo. Armábamos circos que sólo mi mente de niño percibía como enormes, llenos de color y magia. Disfrutaba jugar con mi papá en esas tardes porque a veces nos aventábamos horas enteras hasta que yo ya tenía mucho sueño.
Acompañaba a mi papá a todas partes. Mejor dicho, me llevaba, y qué bueno que lo hizo… sólo hasta esa época. A veces lo acompañaba a hacer ejercicio; mientras él corrí por el parque, yo jugaba con mi pelota. En otra ocasión lo acompañaba al gimnasio y a la oficina donde trabajaba, en la zona conocida como Paseo de la Reforma, que aunque jamás me han gustado las oficinas (las evito en lo posible), fui muy feliz dibujando y construyendo aviones de papel mientras mi padre trabajaba: era feliz porque sabía que al salir de la oficina me llevaría al zoológico o a la feria de Chapultepec.
Más de dos veces, mi papá solía comprar paletas de agua y, aunque le entraba con fe a las paletas, en la noche yo ya tenía 40 grados de temperatura. Volviendo a Chapultepec, mi padre y yo solíamos sentarnos donde hubiesen mimos callejeros, algún grupo musical o simplemente lo observaba hojeando libros que en la portada tenia a un tipo greñudo, con una estrella roja que lo rodeaba. Tiempo después supe que mi papá hojeaba libros “revolucionarios” y el greñudo se llama Ernesto “Ché” Guevara. Esos momentos son los que más han influido en mí: sentarnos a ver espectáculos callejeros, el gusto por los libros y los discos, salir a caminar y observar gente. No sé si mi papá observaba a la gente, no supe jamás qué pensaba o sentía al escuchar a los músicos callejeros. En realidad, no se nada de mi padre y creo que él no sabe nada de mí.
Lentamente, ese papá con el que compartí muchos momentos y viajes interestelares a bordo del “bola de fuego”, fue absorbido por el sistema (de alguna manera él tenía que mantener a su familia) y lo enviaron a un lugar lejos, con mar y prácticamente desconocido: Chetumal.
Aquí todo cambió: las costumbres, los amigos, el clima, ya no me enfermaría tan seguido. Veía el cuerpo y la cara de mi padre pero ya no era el mismo. A lo largo de los años trato de entender ciertos actos de mi papá; algunas cosas las he entendido y otras simplemente, no les hallo explicación lógica.
A veces siento que mi alma se quedó suspendida en una época distante, mi infancia, y que la única manera de superar ciertas pesadillas es vivir mi propia vida.
Extraño esos días, definitivamente, pero hay otros que desearía no haber vivido. Mientras tanto me llega el momento de ser papá, es tiempo de pulir el ser humano que soy.
1979, el año en que las cosas comenzaban a sucederse con toda claridad para mi percepción. Niño feliz y confiado en que el mañana era incierto pero emocionante, entraba al jardín de niños sin el llanto infantil que eso supone: a decir verdad, me intrigaba el hecho de conocer niños diferentes a los que frecuentaba en la zona donde vivía con mis padres, en el Distrito Federal.
Hijo de padres jóvenes el tiempo libre se nos iba en jugar, salir a pasear o ir al cine, que era mi actividad favorita. Con mi papá solía caminar por un parque cercano a la casa donde vivíamos en la ciudad de México, todas las tardes; él empujaba el carro miniatura que me habían regalado el Día de Reyes, “el bola de fuego”. Tal carrito era la neta para mí pues además de que era ligero tenía una cajuelita donde guardaba mis golosinas, juguetes diversos y hasta las varitas de árbol caídas en el suelo del parque. A mi mamá le desesperaba que llevara esas varitas a la casa, aunque nunca dejé de llevarlas.
Entre semana era un paseo obligado, a las 5 o 6 de la tarde, con la condición de que hiciera la tarea del kinder (desde chiquito nos acondicionan para cumplir con las responsabilidades). Eran paseos tranquilos pues no había muchos niños en el parque, así que, cuando nos acompañaba mi mamá nos sentábamos a ver a los que jugaban fútbol en la cancha del parque. Golosina obligatoria: los raspados de grosella, cacahuates con limón y chile y las jícamas.
En las tardes de lluvia nos quedábamos en casa. Mi papá se sentaba en el suelo a jugar conmigo. Armábamos circos que sólo mi mente de niño percibía como enormes, llenos de color y magia. Disfrutaba jugar con mi papá en esas tardes porque a veces nos aventábamos horas enteras hasta que yo ya tenía mucho sueño.
Acompañaba a mi papá a todas partes. Mejor dicho, me llevaba, y qué bueno que lo hizo… sólo hasta esa época. A veces lo acompañaba a hacer ejercicio; mientras él corrí por el parque, yo jugaba con mi pelota. En otra ocasión lo acompañaba al gimnasio y a la oficina donde trabajaba, en la zona conocida como Paseo de la Reforma, que aunque jamás me han gustado las oficinas (las evito en lo posible), fui muy feliz dibujando y construyendo aviones de papel mientras mi padre trabajaba: era feliz porque sabía que al salir de la oficina me llevaría al zoológico o a la feria de Chapultepec.
Más de dos veces, mi papá solía comprar paletas de agua y, aunque le entraba con fe a las paletas, en la noche yo ya tenía 40 grados de temperatura. Volviendo a Chapultepec, mi padre y yo solíamos sentarnos donde hubiesen mimos callejeros, algún grupo musical o simplemente lo observaba hojeando libros que en la portada tenia a un tipo greñudo, con una estrella roja que lo rodeaba. Tiempo después supe que mi papá hojeaba libros “revolucionarios” y el greñudo se llama Ernesto “Ché” Guevara. Esos momentos son los que más han influido en mí: sentarnos a ver espectáculos callejeros, el gusto por los libros y los discos, salir a caminar y observar gente. No sé si mi papá observaba a la gente, no supe jamás qué pensaba o sentía al escuchar a los músicos callejeros. En realidad, no se nada de mi padre y creo que él no sabe nada de mí.
Lentamente, ese papá con el que compartí muchos momentos y viajes interestelares a bordo del “bola de fuego”, fue absorbido por el sistema (de alguna manera él tenía que mantener a su familia) y lo enviaron a un lugar lejos, con mar y prácticamente desconocido: Chetumal.
Aquí todo cambió: las costumbres, los amigos, el clima, ya no me enfermaría tan seguido. Veía el cuerpo y la cara de mi padre pero ya no era el mismo. A lo largo de los años trato de entender ciertos actos de mi papá; algunas cosas las he entendido y otras simplemente, no les hallo explicación lógica.
A veces siento que mi alma se quedó suspendida en una época distante, mi infancia, y que la única manera de superar ciertas pesadillas es vivir mi propia vida.
Extraño esos días, definitivamente, pero hay otros que desearía no haber vivido. Mientras tanto me llega el momento de ser papá, es tiempo de pulir el ser humano que soy.
2 comentarios:
""Mientras llegue el momento de ser padre ,pulo el ser humano que soy "" ,que maravillosa palabras
poco a poco iré poniendome al orden con sus temas y escritos , por cierto muy interesantes a mi
humilde opinión ,leeré algo de este blog por dia ,poco a poco
como catando lo escrito , degustandolo como a buena copa de
coñac , o quizás mejor como una
exquisita cerveza fría , buen dia.....
Ahhhhhh , por cierto lo invito a
hechar una miradita a mi blog , si me hace el honor , no es tan interesante como el suyo , pero talvez le pueda gustar tantito , le
espero y saludooooos........
http://gata-roja.blogspot.com/
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