Una tarde justo antes de regresar a mis actividades laborales decidí visitar el Museo de la Ciudad que está en el Centro Cultural de las Bellas Artes. Pues bien, la sorpresa fue que no hay un costo estratosférico para entrar, cualquiera puede ir –si tiene el deseo de hacerlo- y se garantiza que no habrá desperdiciado ni un peso.
El primer detalle que encontré al entrar fue un maniquí con traje típico. Bueno hubiera sido que el traje fuera el de la chiclera. Sin haber encontrado un inconveniente respecto a mi mochila, pasé a la primera sala.
Esta comprende la situación del territorio y la frontera sur del estado antes de 1898. Se leen datos geográficos, orográficos, algunos restos prehispánicos hallados en las inmediaciones de la Bahía de Chetumal, objetos que datan de la Guerra de Castas entre otros artículos interesantes. Más adelante se encuentra la “guerrera” de don Othón P. Blanco y a lado una descripción del trabajo de restauración de dicha prenda, exhibida en el museo.
En esta parte empieza lo interesante del paseo. La exposición se complementa de objetos de diferentes épocas en la historia de Chetumal. Se encuentra una cámara fotografía, bulbos, radios, máquinas de telégrafo. De igual modo encontramos un secreter con las botellas de tinta y las plumas fuente, a modo de recrear el lugar de trabajo de los exploradores de la zona.
Una réplica a escala del Pontón Chetumal como protagonista de la fundación de la ciudad. Hacen falta fotografías pero las que hay son más que suficientes. Uno se remonta mentalmente a ciertos días tratando de visualizarse en medio de la bahía a bordo de tal embarcación, ¿era azul el mar de aquellos días?
Llama mucho la atención el decorado de una de las salas –si no es que las demás por igual- en donde hay un estante con botellas de refrescos y cervezas de mediados del siglo XX, paquetes de medicinas, principalmente remedios contra las enfermedades respiratorias. Hay también un cartel promocional de una leche muy popular, debajo se lee: “FOR SALE IN BRITISH HONDURAS”. Hay discos que se escuchaban en fonógrafos –los de 78 r.p.m. que al caer al suelo se hacían añicos- fotografías de la gente que integró el comité Pro – Territorio, fotografías de la visita de Lázaro Cárdenas.
Las paredes cuentan la historia. Imagenes y objetos, mudos testigos de muchas vidas. Hacen falta los sonidos.
En un rincón de la sala se cuenta el episodio doloroso de Chetumal. 1955. Janet, la fuerza indomable de la naturaleza. Tan solo unas cuantas palabras, unas pocas imágenes. Un espacio reducido y tratado con poca importancia para un suceso que partió en dos a la historia de Chetumal.
Así pasa el tiempo reguardado entre paredes, ventilado por el frío de las máquinas cual si fuera un cuento criogenizado.
La última sala del museo está dedicada a los músicos y compositores de Quintana Roo. Algunas caras conocidas –pues soy músico profesional- entre las cuales descubrí a José Alfredo Jiménez. Cada retrato de un compositor iba acompañado de una nota biográfica y una partitura de alguna canción sobresaliente.
Una rápida mirada hacia las esquinas de la sala y veo unos altavoces. Pero ¿de qué sirven unos altavoces si la música está muerta en ese instante? A manera de homenaje la idea me parece buena pero podría mejorarse con un poco de multimedia. Tal vez algunos videos, el audio no debe faltar jamás.
El Museo de la Ciudad no es un espacio que se queda ahí, un edificio desgastado por el clima y el paso del tiempo. Algunas limitaciones en cuanto a datos históricos, la recreación del decorado y los utensilios de distintas épocas es hermoso, tal vez un complemento con música de los años 40 o 50 le daría vida.
La experiencia es agradable al espíritu y se llega a la nostalgia por los tiempos que se fueron. Una visión al pasado nos ayuda a comprender el presente.
El primer detalle que encontré al entrar fue un maniquí con traje típico. Bueno hubiera sido que el traje fuera el de la chiclera. Sin haber encontrado un inconveniente respecto a mi mochila, pasé a la primera sala.
Esta comprende la situación del territorio y la frontera sur del estado antes de 1898. Se leen datos geográficos, orográficos, algunos restos prehispánicos hallados en las inmediaciones de la Bahía de Chetumal, objetos que datan de la Guerra de Castas entre otros artículos interesantes. Más adelante se encuentra la “guerrera” de don Othón P. Blanco y a lado una descripción del trabajo de restauración de dicha prenda, exhibida en el museo.
En esta parte empieza lo interesante del paseo. La exposición se complementa de objetos de diferentes épocas en la historia de Chetumal. Se encuentra una cámara fotografía, bulbos, radios, máquinas de telégrafo. De igual modo encontramos un secreter con las botellas de tinta y las plumas fuente, a modo de recrear el lugar de trabajo de los exploradores de la zona.
Una réplica a escala del Pontón Chetumal como protagonista de la fundación de la ciudad. Hacen falta fotografías pero las que hay son más que suficientes. Uno se remonta mentalmente a ciertos días tratando de visualizarse en medio de la bahía a bordo de tal embarcación, ¿era azul el mar de aquellos días?
Llama mucho la atención el decorado de una de las salas –si no es que las demás por igual- en donde hay un estante con botellas de refrescos y cervezas de mediados del siglo XX, paquetes de medicinas, principalmente remedios contra las enfermedades respiratorias. Hay también un cartel promocional de una leche muy popular, debajo se lee: “FOR SALE IN BRITISH HONDURAS”. Hay discos que se escuchaban en fonógrafos –los de 78 r.p.m. que al caer al suelo se hacían añicos- fotografías de la gente que integró el comité Pro – Territorio, fotografías de la visita de Lázaro Cárdenas.
Las paredes cuentan la historia. Imagenes y objetos, mudos testigos de muchas vidas. Hacen falta los sonidos.
En un rincón de la sala se cuenta el episodio doloroso de Chetumal. 1955. Janet, la fuerza indomable de la naturaleza. Tan solo unas cuantas palabras, unas pocas imágenes. Un espacio reducido y tratado con poca importancia para un suceso que partió en dos a la historia de Chetumal.
Así pasa el tiempo reguardado entre paredes, ventilado por el frío de las máquinas cual si fuera un cuento criogenizado.
La última sala del museo está dedicada a los músicos y compositores de Quintana Roo. Algunas caras conocidas –pues soy músico profesional- entre las cuales descubrí a José Alfredo Jiménez. Cada retrato de un compositor iba acompañado de una nota biográfica y una partitura de alguna canción sobresaliente.
Una rápida mirada hacia las esquinas de la sala y veo unos altavoces. Pero ¿de qué sirven unos altavoces si la música está muerta en ese instante? A manera de homenaje la idea me parece buena pero podría mejorarse con un poco de multimedia. Tal vez algunos videos, el audio no debe faltar jamás.
El Museo de la Ciudad no es un espacio que se queda ahí, un edificio desgastado por el clima y el paso del tiempo. Algunas limitaciones en cuanto a datos históricos, la recreación del decorado y los utensilios de distintas épocas es hermoso, tal vez un complemento con música de los años 40 o 50 le daría vida.
La experiencia es agradable al espíritu y se llega a la nostalgia por los tiempos que se fueron. Una visión al pasado nos ayuda a comprender el presente.