lunes, abril 04, 2011

De vida, muerte y otras soledades.

A la memoria de mis amigos muertos


Vida y muerte. Dos palabras que provocan sentimientos encontrados, diferentes perspectivas, aunque a la última temamos llamarle por su nombre y nos provoque angustia. A la vida la gozamos como si nunca fuera a terminar; a la muerte le tememos porque no sabemos cómo nos sabrá en una piel ausente. Ambas son como la novia y la amante: dos cosas inevitables, seductoras. En vida cantamos, reímos y lloramos, gritamos hasta más no poder, hacemos el amor… son la música de la vida. La muerte se nos presenta como un silencio profundo y oscuro, ya no hay llantos ni risas pero hasta los silencios son parte de la música. A la vida y a la muerte le cantamos; a ellas escribimos poemas como si lentamente nos fuéramos quedando solos en este mundo. El miedo a la muerte podría traducirse en un miedo a la vida, tan breve y tan larga al mismo tiempo.
            Es entonces cuando el concepto del tiempo se nos vuelve un eterno enemigo: no hay tiempo para caminar lentamente, no hay tiempo para amar, no hay tiempo para ver atardeceres, necesitamos tiempo para más de todo lo que no podemos tener. Hay un romance anónimo que refleja esta situación, el “Romance de la Muerte y el Enamorado”
“Un sueño soñaba anoche, soñito del alma mía,  soñaba con mis amores, que en mis brazos los tenía.  Vi entrar señora tan blanca, muy más que la nieve fría.  —¿Por dónde has entrado, amor? ¿Cómo has entrado, mi vida?  Las puertas están cerradas, ventanas y celosías.  —No soy el amor, amante: soy  la Muerte que Dios te envía.  —¡Ay, Muerte tan rigurosa, déjame vivir un día!  —Un día no puede ser, una hora tienes de vida”.
En el poema de Mario Benedetti, “Última noción de Laura”, se presentan dos sentimientos atroces que nos han preocupado en algún momento de la vida: el tiempo –una vez más- y la soledad:
Usted Martín Santomé, no sabe cómo querría yo tener ahora todo el tiempo del mundo para quererlo pero no puedo convocarlo junto a mi… los nombres se me caen, yo misma estoy cayendo, usted de todos modos no sabe ni imagina qué sola va a quedar mi muerte sin su vida”.
Y en la música ¿cuantas canciones se han escrito sobre la muerte? Son tantas que no terminaríamos en este breve espacio –como la vida misma- pero su presencia ha estado latente en cada descarga de sonido. Recordemos a Jim Morrison coqueteando con ella y aceptándola como el único fin y mitigador del sufrimiento en la Tierra (The End) porque al final de cuentas “nadie sale vivo de aquí” (Five to One). Otros, son nihilistas al respecto como Robert Smith al afirmar que “no importa si todos morimos” (One Hundred Years). Realmente, ¿qué es lo importante aquí y ahora? Nada es tan importante si no le damos su justo valor: al amor, a la música, a las letras, a la familia, a nuestros amigos, a nuestros sueños y un largo etcétera.
No hay peor vida que la que se deja escapar, no hay peor muerte que vivir con miedo a vivir.
Un paseo por los cementerios, en medio de sus calzadas, es la alegoría que representa el camino de la vida que nos queda por recorrer mientras que aquellos que se fueron cuidan de nuestros pasos. Nosotros mantenemos viva la memoria de sus días, la memoria de sus nombres y sus acciones. Los recordamos porque no queremos que ellos se sientan solos a donde quiera que estén.
Como dijo un amigo en alguna ocasión, que la angustia más grande que ha sentido en sus momentos de soledad ha sido la muerte porque “cuando te mueres se acaba todo y cuando te mueres nadie te va a acompañar”. Tal vez por eso le cantamos a la muerte y a los muertos, para que en el más allá no se sientan solos.
Nos quedan muchos años por vivir, los necesarios y los que nos hayan tocado. El aprendizaje es difícil pero cada vez lo iremos aceptando como algo natural e inevitable. Lo mejor de la vida está en lo que descubrimos y construimos, las cosas que compartimos con nuestros semejantes.
Mañana nunca se sabe.   

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